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lunes, 7 de octubre de 2013

H [ERE] TICA VISION DE UN JUICIO

He dejado pasar unos días para poder escribir sobre los hechos que a continuación refiero: Un ERE, un juicio, unas caras, una sensación general y particular, y una frase que me dejó marcado por lo cinematográfico del plano secuencia en el que vi como un fiero  trabajador (no entrecomillo lo de fiero porque Lobezno a su lado se convertiría en Blancanieves) se enfrenta con un argumento  de lo más personal al secretario general de la empresa donde trabaja, después de una estocada verbal del primero, lógicamente. Es posible que pasara desapercibido este incidente en las tres horas de juicio en las que el abogado de los trabajadores, la defensa del ente y la fiscalía presentaban universos paralelos, como siempre, en la argumentación de los hechos que venían a discutirse ante el tribunal -ésta es una apreciación de lo más personal- en situación de compromiso, en situación de vergüenza ajena. Sea como fuere, las tres horas de exposiciones, guiños del director general, y de su segundo de abordo y principal dejaron evidencia de las carcomas que una gestión de "san para mí" deja en los rostros de quienes se enfrentan a una sistemática alteración de verdades y buscan distorsionar con expresiones vagas: sí, tal vez, es posible... pero nunca con la contundencia que la defensa de los trabajadores mantuvo como una fórmula matemática y no un hilo de argumentaciones creadas ex nihilo, ex profeso, y sin criterio afín a la ley que pretenden santificar quienes defienden que un servicio público se hace con una veintena de jefes de a 60.000 euros al año y menos una treintena de trabajadores de a 20.000 euros/año.
 Hacer un relato de los hechos es propio de un jurista, y no lo soy; hacer una fotografía de la situación sí: puedo hacerla. A través de un objetivo muy particular y único que tantas alegrías y tristezas me ha deparado, y quiero esmerarme en ello, porque mi primera imagen fue la de un "olvidado" estudiándose de memoria los datos que aportaría -supuestamente- al tribunal si era llamado a declarar, sentado en la oscuridad de un rincón, y ajeno a los saludos y camaraderías del resto de los trabajadores, -no todos, las pamplinas siempre han sido imprescindibles entre los pelotas- el regocijo del grupo en el que en algún momento él estuvo integrado. Otro cargo político mirando al cielo,  no se sabe si en busca de apoyo o intentando memorizar los criterios que le llevaron a admitir y cizañear la lista de 21 trabajadores no polivalentes para sus respectivos trabajos mientras se pagaba un millón de euros a una contrata por hacer algo que hubiera salvado la situación. Su mirada al cielo y sus zapatos castellanos de escaso  número indican que su personalidad es sólo una fachada con la que mirar a los demás por encima del hombro. A él fue precisamente a quien un trabajador le espetó: "¿Saben tus hijos a qué te dedicas? La frase  estrella, la frase que conmovió más de un corazón cercano. Por dos motivos: por la fiereza con la que fue dicha, y por la apostilla que le siguió que retumbó en la sala del tribunal: "No me toques los cojones, no me toques los cojones". Sonaba a desafío de principios del siglo XX, y su efecto fue fulminante porque el señor de los pequeños zapatos castellanos  posó su culo en una silla como quien posa una cucharadita de materia de estrella de neutrones sobre cualquier superficie. Fuera de la sala sonaba el equilibrio de las palabras medidas y ajustadas a mucho tiempo de estudio  del abogado de la defensa y las equivocaciones y desvaríos de la defensa de la empresa; también vibraba, ahora mirando al cielo, el repelente niño vicente, que apenas puede -por no se sabe qué razón- mirar a los ojos de quien ha incluido en la lista y escruta con todo el desprecio que le llega a salir del alma o de donde salga ese asqueroso sentimiento. La espera torna los broncíneos marrones del verano en morados y rojizos,  los rostros dejan ver con facilidad la circulación venosa que tal vez, algún día, se conviertan en trombos de sus anfitriones.  A todo ello, la sala  está callada ante el alegato final de la defensa, tan callada que la secretaria judicial sestea, y no sólo eso,  el público escucha con atención las barbaridades de las que han sido capaces los buenos amigos de palmaditas en la espalda, de tono  parroquial ante el micrófono y en las reuniones con sindicatos  y chalets caros, e hijos ignorantes de su actividad, aún no se sabe si delictiva.  Los mohines de un directivo dejan perplejos a los presentes por parecer propios de personaje de cómic y los bautizos del abogado defensor de la empresa hacen que un extraordinario locutor se convierta en un extraordinario restaurador de muebles antiguos. Quedan  imágenes por medir, como las lágrimas de una redactora impresionantemente bien preparada en todos los ámbitos de la vida y  descalificada como incompetente en esa lista de profesionales que han estado al servicio público durante una veintena de años en la mayor parte de los casos, u otras, como la del nerviosismo de quienes han estado luchando día tras día, en un silencio filantrópico, por unos compañeros que con su ausencia han dejado el servicio público obsoleto, cargado de viejas glorias con enormes sueldos, de más cargos directivos que eficientes trabajadores, porque la palabra trabajador es una especie de carga psicológica en el ámbito mediterráneo, acuérdense de  Aristóteles y de aquella  petición hecha a los escultores de que no firmaran nunca sus trabajos. Son muchos más los detalles de la foto fija que prefiero no seguir desentrañando. El hecho de conocer situaciones de este estilo implica que el recorrido hecho por eso que llamamos sociedad  es muy corto si lo comparamos con los establecidos prototipos humanos, ajustados a su idea de servicio, a su idea de servil ataque contra sus congéneres y lo peor de todo es que el alimento a estas conductas es más que abundante para que nuevamente se produzca una sustitución del sentido común por un poder oligárquico y jerarquizado. ¿Acaso estamos volviendo a aquel panorama paralizante que duró 17 siglos? Esa es la sensación que desprenden miradas como la del señor de pie pequeño o los mohines del señor director general, por unos gobernantes que han decidido destrozar lo construido una vez que eso significa un estorbo para sus planes de expansión futura a costa del ser humano mismo  y de la naturaleza. Es el cuento de siempre, no entiendo por qué no lo vemos todos, sobre todo, no entiendo por qué cada uno vemos un cuento completamente diferente si las experiencias que nos  acompañan son tan semejantes. 

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