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jueves, 9 de febrero de 2012

LA QUE SE AVECINA

No se trata, lógicamente, de la serie televisiva, engendro simpático de monstruos de todo tipo y caricaturas muy pertinentes y cercanas a la realidad. El poderoso olvida que su poder reside en la división de los sumisos ciudadanos que siempre valoraron más la paz que cualquier otra situación. Desde que tengo memoria he visto como los campesinos se rigen por el miedo pretérito de una guerra, me ha seducido siempre esa pacífica actitud de "aguantar estoicamente lo que dios nos eche a las espaldas". Siempre recuerdo en mi pasado gentes extraordinarias que me recuerdan la bondad y la sabiduría de quien sabe poco pero ha vivido mucho. Desde niño, recuerdo a Vicenta, una madre extraordinariamente luchadora, amable y enamorada de su marido, el tío Pedro, con el que medio en broma y medio en serio se peleaba por cualquier cosa con el fin de mantener viva una relación que duraba ya cincuenta años. Ella rodeada con sus tapetes de ganchillo y el olor de bizcocho recién horneado en su cocina económica; con la compañía de sus nietos y la charla amable de alguna vecina era la mujer más feliz del mundo y así lo hacía  ver a todo el mundo que la rodeaba. Era una amable abuela que siempre tenía un detalle con sus allegados, aunque sólo fueran vecinos. Recuerdo a Bea, su piel blanca y tersa como la de una muchacha, calentándose al abrigo de un brasero siempre acompañada de alguna imagen de santo y siempre con un !ay dios mio! entre dientes. Su corazón no pudo con algunas pruebas a las que le sometió la vida más cotidiana y un día me dejó huérfano de vecina, con cuatro años me preguntaba donde estaba y por qué se había marchado, preguntándome por qué no iba a poder verla nunca más. Igual que Anica, una vieja  de mandil negro y pelo blanco, pequeña, menuda, y muy querida por la galletas que siempre me guardaba cuando conseguía convencer a mi madre de que el sol es muy bueno para los chiquillos y podía acercarme a su casa a charlar con el "tío Purgarito" y con ella -es cierto que nunca me faltó conversación para nadie hasta que inculcaron en mí una vergüenza incómoda que no entiendo bien en qué me convirtió-. Todos ellos, y mucha gente más, que me educó, me quiso y me convirtió en lo que soy, exhalaban constantemente ese miedo, un dolor adquirido por la experiencia que a mí se me hacía extraño. Entonces no entendía  qué significaba el miedo, no entendía el dolor que genera ese miedo, ni siquiera sabía que Petra, mi vecina, era la hermana mayor de Marcos Ana. Como tampoco entendía el poder que ejercía el cura en el pueblo hasta que tuvo que marcharse por dejar embarazada a una joven vecina que vivió la penitencia el resto de su vida. Tampoco entendía como mis amigos cuyos padres trabajaban en las fincas aledañas llamaban "amo" a sus patronos, incluso creo haberme peleado con algún compañero por aquello. Todo ese miedo lo percibía yo como una bomba de relojería. Los muertos en la cuneta de épocas en las que los hubo, fueran del bando que fueran, sólo significaban una cosa: la indignación pudo con la bondad. La tolerancia desapareció ante un exceso de indignación. Espero que no se tense tanto la cuerda como para que los millones de indignados tomen las riendas de su destino y hagan lo que sin pudor y sin miedo han hecho en Islandia.

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